El Surströmming es un pescado fermentado que proviene de Suecia y es conocido por su fuerte olor a amoníaco. Aunque este alimento es considerado repulsivo por muchos, es interesante destacar que la carne y el pescado podridos han sido una parte común de la dieta de muchas culturas a lo largo de la historia, incluyendo a los cazadores-recolectores y pequeños agricultores en todo el mundo.
Los escritos sobre grupos indígenas anteriores al siglo XX muestran que la carne y la grasa en descomposición representaban partes valiosas y sabrosas de una dieta saludable, y que la repugnancia que sienten los occidentales hacia la carne putrefacta y los gusanos no está programada en nuestro genoma, sino que se aprende culturalmente.
El arqueólogo y antropólogo John Speth ha investigado la historia del consumo de carne, pescado, grasa y órganos internos fermentados y pútridos entre grupos indígenas del norte, y ha encontrado numerosas descripciones etnohistóricas que se remontan al siglo XVI. Los exploradores europeos y otros viajeros escribieron constantemente que los grupos indígenas no solo comían carne putrefacta cruda o ligeramente cocida, sino que no sufrían efectos secundarios, algo que se puede explicar por la presencia de un microbioma protector.
Speth argumenta que los pueblos indígenas se encontraron con una amplia variedad de microorganismos desde la infancia, a diferencia de las personas de hoy, que crecen en entornos desinfectados. Las exposiciones tempranas a patógenos pueden haber impulsado el desarrollo de una variedad de microbios intestinales y respuestas inmunitarias que protegían contra los daños potenciales de ingerir carne podrida, una hipótesis que requiere más investigación.
Además, Speth sugiere que los homínidos que vivieron hace 3 millones de años o más podrían haber hurgado en la carne de los cadáveres en descomposición, incluso sin herramientas de piedra para la caza o la carnicería, y comido su botín crudo de manera segura mucho antes de que se usara el fuego para cocinar.
En definitiva, la historia del consumo de carne podrida y fermentada entre grupos indígenas nos muestra que la repugnancia hacia este tipo de alimentos no está programada en nuestro genoma, sino que es una cuestión cultural, y que estos alimentos pueden ser una fuente valiosa de nutrientes.