En poco tiempo se nos amontonan asuntos relacionados con el (de)venir y (por)venir gastronómico. Nos permitimos dictar una hoja de ruta egoísta y aplicamos un criterio selectivo teñido de nostalgia. Hoy no toca hablar de la última edición de Alimentaria. El pasado siempre vuelve mientras nos abrazamos al afecto del calendario. Asunto de estado. Hoy celebramos el Día de la Madre.
Resulta difícil controlar las emociones y dejar los sentimientos fuera cuando se escribe de la cocina de madres y abuelas. Como transmitir la complicidad culinaria y generosidad gustativa de una saga de cocineras sin adornar la sobremesa. La gastronomía materna es un tesoro en perenne añoranza.
La tertulia del almuerzo se convierte en un acelerador consciente del rastro nostálgico que deja. Debemos entrenar las emociones.
¡Y tanto que sí! Dictaminan desde la otra mesa. Algunos confiesan sin rubor que añoran la cocina materna a la no del todo tierna edad de 40 años. La sombra culinaria materna es alargada. Un lastre difícil de soltar… bendita carga. Cualquier comparación desata un conflicto. «Como la tortilla de mi madre, nada», y «el potaje que hacía la mía».
Nada altera la rutina del almuerzo. Hasta que esa mañana, encaramados a la barra del restaurante con intención de arrojarnos al vacío gastronómico, la llamada materna llega a tiempo para salvarnos. «Hijo, ¿dónde comes mañana?». Movidos por un impulso dependiente que no sabemos descifrar, cogemos el coche y con un paladar nostálgico como equipaje, nos disponemos a viajar rumbo al paraíso conocido. El I+D+i culinario familiar nos espera: indescriptible deleite e inolvidable.
Pasión por los postres
A las dueñas de la cocina familiar, matriarcas abiertas y sin miedo a la originalidad, les gusta recibir siempre invitados para plasmar su recetario diáfano donde su personalidad deja huella. Trabajan con sus propios códigos cotidianos que se regulan desde el ámbito de la cesta de la compra. Su cocina no carece de convicción gourmet, aunque se inclinan hacia la búsqueda de la armonía y el bienestar.
Al llegar, efectuamos un barrido visual en la cocina materna. Observamos la presencia cautivadora de un bizcocho con trapío goloso. Volvemos nuestros pasos sobre la nevera. Una fuente de arroz con leche nos recibe. Fascinados por el hallazgo abandonamos la cocina a la dulce espera.
No es ningún secreto. Posiblemente la pasión por los postres de madres y abuelas sea uno de los pocos puntos en común de las familias. Reacción en cadena. Sin temor gustativo no hay batalla culinaria, la unanimidad es total. Paladares inclasificables y gustos antagónicos, son capaces de ponerse de acuerdo por el bien de la familia.
El recuerdo de los platos forma una noria emocional de sabores: la tortilla, los guisos de carne, el arroz, los potajes, el pollo de corral, pescados, postres, hasta el legendario plato… patatas fritas con huevo. Desabrazar la cocina familiar, por avatares del destino vital, para volver a ella por momentos es una dura prueba. Un apego culinario que expresa lo que fuimos y lo que ya somos. Ya ha habido un antes y queda todo un después. Huérfanos gustativos vagabundeamos culinariamente intentando encontrar una cocina similar mientras encajamos los modelos hosteleros imperantes.
Hace falta más de un recetario clásico bien aplicado para igualar el carisma culinario materno. En estos tiempos desastrados por la llegada de hábitos importados, de difícil reconocimiento, es necesario invocar al espíritu de la cocina auténtica que en algunos restaurantes se encuentra en paradero desconocido.
La hidra gustativa que nos ata a la cocina materna es en parte consustancial no solo nostálgica. Aunque la gastronomía evolucionó hacia las estrellas sin contar con ellas. Nos tranquiliza ver que siguen siendo referentes. Disfruten… ¡Ah!, no es necesario reservar mesa para tal entrañable experiencia. Plato principal, cosa de madres.