La alimentación no es solo nutrición: es cultura, tradición y vínculo. En plena fiebre de los platos preparados, la cocina mediterránea —ese tesoro de fuego lento y cucharón— comienza a diluirse entre microondas, salsas industriales y prisas cotidianas.
Adiós a la abuela, hola al envasado
No hace tanto que la palabra “mediterráneo” evocaba algo más que una dieta con buena prensa nutricional. Era una forma de vivir. Cocinar era un ritual diario que tejía vínculos: con los ingredientes, con la tierra, con la gente. La paella no era un producto, era un acontecimiento. El gazpacho, un símbolo de verano. Y el sofrito… bueno, el sofrito era religión.
Hoy, la etiqueta «mediterráneo» también la llevan las ensaladas embolsadas y los arroces prefabricados que se sirven en 3 minutos. El espíritu sigue ahí, pero algo se ha perdido por el camino.
Y mientras eso pasa, en Valencia puedes encontrar una fideuà “lista para comer” más fácilmente que a alguien dispuesto a raspar una cazuela.
La paradoja de la cocina mediterránea: reconocida por la UNESCO, ignorada por el consumidor
La Dieta Mediterránea fue declarada Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad en 2010. Todo un hito. Una cocina basada en productos frescos, de proximidad, con un fuerte componente social: compartir, conversar, comer juntos.
Pero la paradoja es dolorosa: la estamos dejando morir por agotamiento, por falta de tiempo, por comodidad.
Sí, seguimos llamando «mediterráneo» a lo que comemos. Pero no lo preparamos. Ni lo compartimos tanto como antes. Comemos a solas, a toda prisa, delante de una pantalla. Envasado, calibrado, estandarizado.
¿Sabe igual una escalivada comprada en una bandeja que una hecha a leña? Claro que no. Pero a veces, ni siquiera nos damos cuenta.
La cocina como espacio simbólico
En la cultura mediterránea, la cocina ha sido algo más que el lugar donde se preparaba la comida. Era un lugar de encuentro. Allí se contaban historias, se pasaban recetas, se tramaban planes. Hasta se discutía de política entre cucharadas de lentejas.
Al perder la cocina como actividad, también perdemos la cocina como espacio emocional.
Ya no olemos el pimiento asado ni oímos la cebolla crujir en la sartén. Oímos el bip del microondas. Y a veces, ni eso, porque el plato ya venía frío.
La cultura culinaria mediterránea está íntimamente ligada al tiempo. Al fuego lento. A la sobremesa. A la conversación. ¿Qué queda de todo eso cuando cada comida se consume en menos de diez minutos y no deja ni un plato que fregar?
El marketing que nos convence de que seguimos siendo lo que fuimos
Irónicamente, mientras dejamos de cocinar como mediterráneos, los supermercados se esmeran en que todo tenga nombre mediterráneo. Arroz a la valenciana, ensalada mediterránea, salmón con romesco, pollo al ajillo…
Lo que era tradición ahora es etiqueta. Se vende como “auténtico” algo que no ha tocado una sartén en su vida.
Y claro, el consumidor quiere sentirse parte de esa cultura sin tener que pasar por el esfuerzo que implica sostenerla. Porque todos estamos cansados, con prisa, y el marketing nos da el consuelo de pensar que seguimos fieles a nuestras raíces… aunque sea desde el pasillo de refrigerados del supermercado.
El último bastión: los mayores
Si hay algo que aún sostiene la cocina mediterránea de verdad, son los abuelos y abuelas. Ellos siguen haciendo puchero, cortando acelgas a mano, poniendo garbanzos en remojo. Pero no son eternos. Y muchos ya han bajado el ritmo, o se han rendido también al menú del súper por pura lógica práctica.
Cuando ellos falten, ¿quién continuará ese legado?
¿De verdad creemos que nuestros hijos sabrán hacer un arroz al horno si nosotros solo les calentamos uno precocinado?
¿Estamos listos para que la comida pierda su alma?
Hay algo profundamente humano en cocinar. Es transformación. Es espera. Es intuición. Es error y corrección. La cocina mediterránea es todo eso. No es solo una suma de ingredientes, sino una coreografía doméstica transmitida de generación en generación.
Cambiar eso por la inmediatez de una tapa de plástico no es una elección inocua. Es una renuncia silenciosa.
Puede que el plato preparado sea sabroso, rápido y eficiente. Pero también es mudo. No cuenta historias. No enseña nada. No deja huella.
¿Es compatible el progreso con la tradición?
Nadie está proponiendo vivir como en 1950 ni pasar cuatro horas al día entre cazuelas. Pero sí deberíamos preguntarnos si hay forma de mantener vivo ese legado cultural sin tener que elegir entre lo tradicional y lo moderno.
Tal vez el futuro no esté en cocinar siempre, pero sí en no olvidarlo del todo. En reservar un día a la semana para preparar algo con calma. En enseñar a los más pequeños cómo se hace una tortilla, cómo se pela una alcachofa. En saber, al menos, lo que implica hacer una salsa de tomate desde cero.
Porque si no lo hacemos nosotros, ¿quién lo hará?
Para reflexionar:
¿Podemos seguir llamándonos mediterráneos si dejamos de cocinar como tales?
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